Comentario
El faraón Mentuhotep, cuyo nombre significa Montu (el dios del cantón de Tebas) está satisfecho, tenía que expresar de modo duradero que la más grandiosa de sus realizaciones había sido la reunificación del país. Y como otros muchos antes y después que él, decidió hacerlo en su tumba, un edificio que sin renunciar a las connotaciones paisajísticas y espaciales de sus antecesores, los tres Antef, aceptaba e incorporaba los elementos que en el Bajo Egipto, recién conquistado por él, eran inseparables de la imagen de la realeza, a saber: las pirámides, las rampas de acceso, los austeros patios porticados. Estos habían sido ya perfectamente asimilados por las tumbas en saff, pero ahora se trataba de estrechar más los vínculos que garantizasen la estabilidad de la unión recién alcanzada.
Para una obra tan comprometida, el responsable de la misma eligió el escenario más grandioso que el paisaje de Tebas ofrecía: el acantilado de Deir el-Bahari. Y después hubo de cavilar mucho, pues la conjunción del edificio con este paisaje fue tan adecuada, que los dos salieron ganando con la operación. Era menester para ello dar a la arquitectura unas trazas que armonizasen con los caracteres esenciales de aquel paredón de roca, rojiblanca, arañada por la erosión de arriba abajo, sin pretender competir con su grandiosidad que ni las Pirámides alcanzarían a emular. El paisaje había de ser, pues, factor primordial; y en efecto, lo fue.
Para empezar, la avenida de acceso fue proyectada no como el túnel angosto y mal iluminado de las pirámides clásicas, sino como una espaciosa y larga avenida de 1.200 metros, que obligaba a contemplar en lontananza la majestad del escenario natural en que el edificio se hallaba engarzado. La avenida desembocaba en una gran plaza (100 x 200 metros) para la que el suelo en pendiente se había rebajado y que tenía, como fondo y antesala del monumento, un pórtico de dos filas de pilares. Delante de éstos fueron plantados, en hoyos abiertos al efecto en la roca y rellenados de tierra, varias filas de árboles que armonizaban con los pilares y atemperaban el efecto de un panorama tan exclusivamente pétreo.
Sobre la terraza a que da frente este pórtico, se alza un templo de forma extraña y no aclarada todavía, sobre todo después de que D. Arnold ha formulado serias dudas sobre el coronamiento piramidal que se le ha venido atribuyendo. Tal y como antes se pensaba, la rampa de acceso daba frente a la puerta de un recinto de paredes en talud cubiertas de relieves (el rey en la fiesta del Sed; fundación del templo; escenas de lucha; viajes en barco; cacería). La fachada y los lados de este recinto están orlados de un pórtico de dos filas de pilares cuadrados; su interior es una sala hipóstila de pilares octogonales, en tres filas por tres lados, y dos por el cuarto, el del fondo, donde se abre una segunda puerta y están medio encajadas en el muro, seis capillas de princesas muertas durante la construcción del mausoleo. Lo más extraño de esta sala es el prisma macizo, de 7 metros de alto, que se alzaba en el centro y que se venía reconstruyendo como un compromiso entre una pirámide y un obelisco de forma arcaica.
A partir de aquí, los constructores de Mentuhotep hubieron de abrir una profunda entalladura en la pared del acantilado, para edificar por detrás del monumento un patio rodeado de pilares y una sala de los mismos elementos, que antecede a la capilla de culto incrustada en la roca del fondo. Las paredes de esta cella estaban decoradas con relieves pintados, de los que se conservan fragmentos (Mentuhotep entre Hathor y otra diosa; el rey con la corona del Bajo Egipto). Desde la mitad del patio se internaba oblicuamente en la roca un corredor de 150 metros de longitud que llevaba a la cámara del rey, donde éste fue sepultado sin momificar y sin sarcófago. Otro corredor, de 150 m de largo, llevaba desde la gran plaza de acceso a una cámara que contenía la famosa estatua del rey, amén de un sarcófago de madera cubierto de inscripciones, pero sin nombre alguno. Otra cavidad abierta aquí mismo en la roca, esta vez al fondo de un pozo vertical, contenía unas vasijas y tres barcos de madera; al fondo de otro pozo se halló un sarcófago de madera con la inscripción Mentuhotep, hijo de Re, que pudo corresponder al último faraón de este nombre, pero no al constructor del mausoleo.
La comparación de este monumento con sus antecedentes conocidos pone de manifiesto cómo fue alcanzada en él una perfección que pudiéramos calificar de clásica. Poco importa que siglos más adelante la reina Hatshepsut edificase al lado un templo cuya grandiosidad había de relegar a éste a un término secundario, porque lo más original: la valoración del paisaje como prolongación, y hasta sí se quiere, culminación de la arquitectura, está ya aquí, en la Tebas de hace cuatro mil años, cumplidamente logrado.